11.04.2009

SANTIAGO BAJO EL AGUA ... OTRA VEZ.

Cada vez que viene un temporal de lluvia, frío y nieve con aludes y, muerte y destrucción incorporados; cada vez que nuestro país se inunda llevando el sufrimiento y la impotencia a vastos sectores de chilenos, pero ensañándose de manera particular con los que viven en la marginalidad social, surgen voces acomodadas que, desde sus oficinas o desde su culposa posición, se dedican a buscar responsables entre los actores de la realidad contemporánea sin, siquiera echar un vistazo a la historia reciente de nuestra patria. Como si la ciudad que hoy vivimos se hubiera construido por arte de magia.

De paso, se invoca el cambio para que todo siga igual, y se hacen diagnósticos y críticas, que nada tienen de nuevo, a los gobiernos de turno y que es menor aun lo que aportan a las soluciones reales que se requieren para dar por superado, de una vez y para siempre, el problema de la cuenca de Santiago.



Resulta fundamental entender que Santiago forma parte de una extensa cuenca rodeada de cerros en todo su perímetro cuyas aguas fluyen por sus cauces naturales y por toda su superficie, hacia la zona más baja de la cuenca, en los sectores de Pudahuel – Lampa – Maipú, y hacia el océano pacífico a través de sus ríos.




El término cuenca define un “territorio rodeado de alturas cuyas aguas afluyen todas a un mismo río, lago o mar”. Las aguas pueden fluir a través de cauces naturales visibles o a través de cursos de aguas subterráneos o pueden infiltrarse directamente en la cuenca a través del terreno de la misma.




No obstante lo anterior, toda cuenca posee una capacidad limitada de absorción de aguas antes de llegar a inundarse. Las aguas que no escurren son las que, infiltrándose en la tierra, alimentan los ciclos naturales que generan la vegetación, las actividades agrícolas y la vida urbana de una cuenca.




Cuando una cuenca es ocupada por una ciudad, su capacidad de infiltración y escurrimiento natural, se ve afectado por la construcción de edificios e infraestructura caminera y de todo tipo, que restan a la cuenca capacidad de infiltración y drenaje de las aguas, lo que puede ser revertido mediante adecuadas obras de infraestructura que permitan a las aguas recuperar su cauce normal, de forma de no alterar los ciclos naturales ni dañar el medio ambiente.




Pozos de absorción, colectores primarios y secundarios, redes de evacuación de aguas lluvias, redes de alcantarillado, plantas de tratamiento, etc, son algunas de las obras que persiguen ese objetivo. Sin embargo, todas las obras mencionadas no pueden ni podrán solucionar el problema de una cuenca una vez que el equilibrio de la misma se haya roto como hace años ya, se rompió el equilibrio de la cuenca de Santiago.




Ahora bien, el problema de la región Metropolitana, y de todas las cuencas del país, reside fundamentalmente en que, desde la formulación de la política Nacional de Desarrollo Urbano de 1979 y 1985, en tiempos de dictadura militar, se entregó el destino de las ciudades, y por lo tanto, de las cuencas naturales, al todopoderoso y eterno “libre mercado”. Lo que devino en una sobreexplotación, a cargo de las inmobiliarias privadas, de tierras naturales que proveían al Gran Santiago de servicios ambientales irreemplazables, como son los servicios de drenaje, ventilación, absorción de residuos, etc.




Esto trajo consigo una merma significativa en la capacidad de absorción, infiltración y drenaje, las que han sido drásticamente disminuidas sin obligar a los realizadores de estos estupendos negocios inmobiliarios a la realización de la infraestructura mínima necesaria para paliar los efectos de este fenómeno e incluso, sin la planificación mínima que permitiría evitar construcciones de todos los niveles sociales, en zonas de evidente riesgo natural.




En síntesis, los problemas que frecuentemente se repiten en nuestras ciudades en épocas de lluvias radican en el manejo no sustentable que durante muchos años se ha venido realizando en nuestro país de las cuencas que albergan nuestras ciudades, las que son expresión clara de una sobre ideologización que ha confiado desmedidamente en el mercado y en la iniciativa privada para guiar los destinos de una sociedad descerebrada, incapaz de pensarse y limitarse a sí misma con miras al bien común.




Lo anterior se debe a la continuidad esencial de las políticas urbanas implantadas durante la dictadura, que han promovido la conformación de una ciudad altamente ineficiente e inequitativa, con un manejo no sustentable de la cuenca que la acoge y absolutamente incapaz de resolver el problema de la marginalidad social, aun escondida en el pobre concepto de “la pobreza”.




En ellas, la naturaleza, la tierra y, por ende, las cuencas que acogen las ciudades y también los seres humanos, fueron considerados solo como instrumento para el crecimiento económico y el mercado se declaró amo y señor del suelo, tanto urbano como rural.




Se eliminó, de todas las áreas de la actividad nacional, la planificación y la participación comunitaria real y concreta. La tierra dejó de ser considerada como un bien escaso y como materia prima para la satisfacción de las necesidades, y se anularon las limitaciones de explotación que sobe ella existía[1].




En el ámbito urbano, la reestructuración neoliberal de la sociedad propugnó una reforma a la institucionalidad urbanística que puso fin abruptamente al ideario precedente, basado fundamentalmente en la planificación central del desarrollo urbano, reprobándolo por ineficaz y obstaculizador de la iniciativa privada, se eliminaron los límites urbanos y se incorporaron áreas de expansión urbana sobre los mejores suelos agrícolas de la cuenca de Santiago, que también son los suelos ideales para la infiltración de las aguas, reemplazándolos por calles y conjuntos residenciales en extensión horizontal pero con densidades similares a las construcciones en altura, bajo el precepto de que el uso del suelo debía ser definido por la rentabilidad del mismo.




La ciudad creció en diez años lo que no había crecido en cincuenta y multiplicó por dos su extensión en poco más de una década. Esto trajo consigo una superexplotación absolutamente irracional de la cuenca de nuestras ciudades, ocupando enormes extensiones de tierras aptas para la infiltración de las aguas de la cuenca, pavimentándolas o construyendo sobre ellas y poniendo caminos que actuaron como diques de contención, sin ningún ordenamiento ni planificación del crecimiento, el que quedó subordinado a los intereses inmobiliarios de la iniciativa privada. Así, las cuencas fueron consideradas solo como un receptáculo de inversiones inmobiliarias cuyo impacto sobre el medio ambiente y la naturaleza ni siquiera fue considerado como un tema.




La vivienda, considerada hasta el gobierno de Salvador Allende, como un derecho, fue considerada como un bien y desde ese momento debía adquirirse con el esfuerzo y el ahorro de la familia, reservando para el Estado solo la planificación de los ritmos de construcción necesarios para paliar el déficit, la gestión de las normas y la subsidiariedad para aquellos que no pudieran por sí solos, resolver el financiamiento de su propia vivienda.




Para cumplir con los objetivos, se buscó construir la vivienda social más barata del mundo y como los materiales y la mano de obra carecen de elasticidad, se optó por construir en los terrenos más baratos de la cuenca: la periferia de las ciudades, los terrenos agrícolas, las laderas de los cerros y algunas zonas en evidente situación de riesgo en las cuales hasta el día de hoy se sigue construyendo de manera absolutamente irresponsable.




Por último se resguardaba también para el estado el control del proceso, cuya producción caía bajo la responsabilidad exclusiva del sector privado que a partir de entonces podía lucrar indiscriminadamente con las necesidades más básicas de los chilenos y chilenas, sin limitaciones ni resguardos, sin un ideal de ciudad de por medio y sin las mínimas exigencias que aseguraran como había sido hasta esa fecha, una adecuada relación de las ciudades con su naturaleza circundante. Los privados, pudieron entonces hacer grandes negocios, especulando con el suelo que rodeaba Santiago, vendiendo parcelas y predios rústicos por aquí y por allá, hipotecando el futuro de numerosas familias con su accionar completamente inescrupuloso ante la vista cómplice de los ideólogos de la dictadura, los actuales adalides del cambio.




Se pretendía la formación de un mercado abierto de suelo y de viviendas, tal como se hizo con todas las áreas de la vida cotidiana y paulatinamente se iría completando el traspaso de responsabilidades al sector privado, entregándole primero la responsabilidad sobre los proyectos de arquitectura y urbanización, y posteriormente la elección de los terrenos para la ubicación de los conjuntos, sistema conocido como “llave en mano”.




El mercado inmobiliario se apoderó de la ciudad y los habitantes de menores recursos fueron expulsados de los lugares en donde vivían y llevados a la periferia, sin considerar sus expectativas de vida y mucho menos la capacidad real de esa periferia de dar respuestas adecuadas a la implantación en ellas de miles de viviendas que cuando fueron entregadas, ya formaban parte del parque deficitario de viviendas en Chile, escondiendo la pobreza y cubriendo con un velo de lejanía, la segregación espacial y social que se iba gestando en este Chile moderno cuya política de desarrollo urbano aspiraba a la conformación de barrios homogéneos en donde los ricos vivirían con los ricos y los pobres con los pobres, en barrios que tendrían la oferta de servicios que la demanda que sobre ellos se instalaran pudieran pagar. Así, en los barrios de las clases adineradas habría de todo y en los sectores populares, muy poco o casi nada.




La especulación del suelo urbano terminó por arrasar con estupendos suelos agrícolas y con gran parte de la capacidad de infiltración y absorción de aguas de la cuenca, con innumerables plazas de trabajo y con no menos comunidades rurales que fueron absorbidas por el siempre todopoderoso crecimiento económico. Las clases adineradas comenzaron a subir por los cerros, buscando exclusividad y naturaleza y al poco tiempo surgieron las construcciones populares que seguían a los negocios inmobiliarios para servir a los señores y poder subsistir. Nuestra cordillera y nuestros cerros se llenaron de casas y de viviendas populares instaladas en zonas de riesgo, sin ninguna planificación ni obra de mitigación.




El error fue reconocido más tarde en la Política Nacional de Desarrollo Urbano de 1985[2] debido a la evidencia de que el suelo urbano no respondía a las leyes de la economía clásica debido a sus muy particulares condiciones, pero el proceso se reveló ya como algo irreversible, ya que el estado nunca volvió a tener capacidad de gestión, ni competencia, ni atribuciones y mucho menos voluntad política para pensar por la sociedad en su conjunto, y mucho menos para disputar, a la iniciativa privada, aquellas áreas en donde el lucro aparecía como un contrasentido, ubicándose siempre al servicio de los intereses privados que hicieron de la especulación el mejor de los negocios.




El término del régimen autoritario trajo consigo a gobiernos que con la promesa de una transición a la democracia y con la imposibilidad de profundizar los procesos de democratización y reconstrucción de la sociedad civil, se han dedicado sólo a administrar el modelo, intentando “humanizarlo”, perpetuando un sistema antidemocrático, no participativo y excluyente que para nada ha logrado revertir el proceso antes mencionado por lo tanto sigue siendo incapaz de dar solución permanente a problemas que requieren de un estado fuerte, con recursos, voluntad política y atribuciones para intervenir el territorio manera de definir cómo y hacia donde crece la ciudad y construir los colectores primarios, secundarios y todas las obras que se debieron haber construido en los últimos 32 años y de los cuales solo se han hecho una parte.




Los tímidos avances en materia de descentralización se han encontrado con una cultura organizacional que ha mantenido la vieja forma de hacer política en las nuevas estructuras. En este contexto, se intentó poner término oficial a la expansión ilimitada de la Metrópoli y a la ocupación irracional de la cuenca, con el Plan Regulador Metropolitano de Santiago PRMS 1994), pero proyectos como el Plan Chacabuco y otros, o la incorporación de las zonas aledañas a Melipilla o Pirque, avalados por el mismo gobierno, siguen atentando contra los suelos fértiles, contra la capacidad de absorción de aguas de la cuenca de Santiago, contra las fuentes de trabajo que de ellos emanan o podrían emanar y contra las comunidades que en ellos viven, a lo largo de todo el país.




La primera conclusión que se puede extraer del presente texto es que la implantación del neoliberalismo en nuestro país, modelo por esencia concentrador de recursos y de mercados de todo tipo, y la subordinación al mercado que de este proceso emanó de todas las actividades cotidianas, trajo consigo un crecimiento desmesurado y desordenado de las áreas metropolitanas de nuestro país, principalmente, el Gran Santiago, lo que ha traído una serie de consecuencias que ha deteriorado significativamente la calidad de vida de los habitantes de las grandes ciudades y las capitales regionales, en especial la de la ciudad de Santiago. A esto debe sumarse el accionar individual de quienes sin responsabilidad alguna sobre las consecuencias de sus actos, intervienen el territorio pensando que por comprar un pedazo de tierra, pueden hacer con ella lo que quieran sin medir ni asumir sus consecuencias, como fue el caso del dique que contribuyó a generar las dramáticas consecuencias que todo el país pudo contemplar hace pocos días en el Alud de Farellones.




Entre estas consecuencias destacan el manejo no sustentable de la cuenca de Santiago y de casi todas las cuencas del país, la incorporación de miles de hectáreas históricamente destinadas a actividades agrícolas y a la infiltración natural de las aguas, al crecimiento urbano, la falta de fiscalización de las direcciones de obras municipales que en muchas oportunidades han actuado como cómplices de los intereses privados legitimando la construcción en zonas de riesgo, además de la precariedad de las construcciones y de las condiciones de urbanización, que son las que han permitido que se repitan cada ciertos años, las mismas imágenes que hoy mantienen en vilo al país en su conjunto.




Sin duda, lo más elocuente en nuestra cultura empirista son las cifras y lo anterior queda al descubierto con todo su drama cuando toma en consideración que la ciudad de Santiago, por dar un ejemplo, llega al siglo XX con 4.000 hectáreas de expansión. En los primeros 40 años del siglo la ciudad pasa de 4.000 a 10.985 para alcanzar en 1952 a 15.047 Has. En 1960 la ciudad ya se había extendido sobre 20.985 y en 1970 la ciudad alcanza a 30.000 para llegar a 1982 a 38.296 Has. Es decir 82 años le llevó a Santiago consumir 34.296 hectáreas de suelo y en los 15 años posteriores y a pesar de vivir el país, dos de sus peores crisis económicas entre 1982 y 1984 y entre el 97 y el 2002 , que virtualmente lo han paralizado, se duplicó en extensión.




El ritmo de crecimiento en expansión ha generado, grandes utilidades para los empresarios inmobiliarios y, al mismo tiempo, deseconomías urbanas que nadie ha pagado y cuyas consecuencias aun están lejos de poder medirse. Sin embargo, para nadie puede ser una novedad el que la incapacidad de absorción de aguas de las cuencas urbanas, la construcción sistemática de viviendas sociales en áreas de riesgos naturales y las vidas perdidas por los recientes temporales, junto al incremento significativo de las enfermedades mentales, de la contaminación y de sus consecuencias en la salud de las personas y la pérdida de capacidad productiva en agricultura, son algunos de los efectos que pueden verse a simple vista.




La obsesión por la rentabilidad urbana hizo disminuir paulatinamente el interés por el espacio público y las áreas verdes bajando significativamente la relación de estos espacios por habitante en las metrópolis chilenas; fueron desapareciendo proporcionalmente los espacios de esparcimiento y de extensión de las viviendas así como una parte significativa del espacio colectivo, mientras aumentaban paulatinamente los espacios ocupados por el automóvil,. Esto trajo consigo una disminución significativa de los espacios públicos y, por ende, una disminución del encuentro social, de los espacios de reunión y de reproducción de la cultura, tan importante para el desarrollo humano.




Además, la agudización de la segregación social del espacio urbano, que se manifiesta en la división funcional del espacio urbano entre usos residenciales, de esparcimiento, para la producción y para el comercio; resultado de la división del trabajo y del progreso tecnológico por una parte; y por otra, la división social del espacio entre ricos y pobres, fue determinando que el acceso a los bienes y servicios urbanos fuese igualmente dispar.




Así las cosas, se puede concluir también que la distribución espacial del ingreso y la concentración del mimo, tienen una clara expresión espacial en el Gran Santiago. Tanto los datos relativos a distribución del ingreso como la calidad del equipamiento, calidad de vida y estándares habitacionales se han distribuido crecientemente desiguales en los distintos barrios y comunas pudiendo concluir que el nivel de vida de la población se ha distribuido en el espacio urbano, de manera directamente proporcional a la distribución del ingreso.




De la misma manera, se ve con claridad, que el proceso de segregación espacial que se inició en la dictadura y que fue llevado a cabo a través de la expulsión forzada de los habitantes hacia la periferia, se ha seguido desarrollando en el actual sistema político por la expulsión velada que significa la continuación de un modelo de desarrollo urbano y de política habitacional, que no ha cambiado los patrones de localización de los programas habitacionales al interior de la ciudad, ni ha democratizado el proceso al no otorgar posibilidad alguna de elección a los beneficiarios, lo que sigue atentando contra el manejo sustentable de la cuenca, privilegiando la extensión en la horizontal con la densificación en altura del centro abandonado y deteriorado de la metrópolis.




La riqueza se ha seguido acumulando, la pobreza se ha seguido extendiendo y la distribución del ingreso es cada día más desigual distanciando aún más las realidades que coexisten sin convivir, al interior de nuestra “comunidad urbana”.




En este contexto, estos últimos años han estado marcado por un aumento sustantivo en la conflictividad social producto de la excesiva y desigual división de los costos y los beneficios del equilibrio macroeconómico entre la población en tiempos de crisis. Ningún sector productivo ha estado ajeno a ello y sin duda los movimientos sociales de carácter reivindicativos fueron protagonistas inolvidables del año que esta terminando. Sorpresivamente y por primera vez, luego de casi tres décadas, a las demandas más tradicionales como trabajo, salud y educación se sumó la crisis del modelo de políticas habitacionales, la contaminación y la congestión, en síntesis, el deterioro progresivo de la calidad de vida de los habitantes de la gran ciudad metropolitana, hoy se suman los problemas de las inundaciones y el deterioro aumenta significativamente.




Esto nos demuestra que las políticas tributarias, de empleo, laborales y salariales, y el mecanismo de asignación y distribución de recursos que experimentó el país, con el crecimiento de la economía informal y el surgimiento del subcontrato como forma de externalizar los riegos y los costos fijos del proceso productivo, fue paulatinamente expresándose en el espacio urbano lo que derivó en ciudades marcadamente dicotómicas en donde coexisten sin tocarse la riqueza y la pobreza, el derroche y la escasez, la salud y la enfermedad, la superexplotación y el ocio, la seguridad y la vulnerabilidad.




Aunque no se puede asumir una posición causalista, esto hace prever que los conflictos sociales, lejos de disminuir, irán en aumento si es que el Estado no toma cartas en el asunto.




Se hace urgente revisar la legislación tributaria y laboral vigente en el sentido de corregir las desigualdades creadas por el libre mercado del trabajo, en donde las empresas expropian al trabajador una parte del producto de su trabajo (ünica fuente Legítima de Propiedad Privada) a través de sueldos miserables que permiten destruir la propiedad privada del trabajador para generar la gran propiedad privada del empresario, concentrando los ingresos cada vez más, en menos manos, y el estado está incapacitado para recuperar esa expropiación por medio de más impuestos, que en nuestro país son particularmente bajos para las empresas y particularmente altos para las personas y los trabajadores independientes, lo que implica que se privilegia la doble expropiación al trabajador, por una parte el empresario le expropia una parte creciente de su sueldo y por otra el estado vuelve a castigar con impuestos a los que menos ganan, cobrando proporcionalmente menos, mientras más se gana.




Además, es innegable que este proceso de segregación urbana, que es producto del modelo antes descrito, aparece como difícil de revertir y generará un desplazamiento espacial de los focos de conflictividad urbana hacia la periferia. Esto ha redundado y lo seguirá haciendo, en un deterioro de las condiciones del hábitat familiar y local, lo que será cada día más difícil de revertir debido a lo permanente de las inversiones urbanas y habitacionales, que sin importar su calidad tienden a permanecer en el tiempo como pies forzados de futuros enfoques para solucionar los conflictos creados durante años de persistencia de las mismas políticas.




En otro orden de cosas aparece como claro que con la legalidad vigente, en la cual la subordinación del bien común al capital es evidente, ha persistido y persistirá el crecimiento en extensión lo que seguirá generando deseconomías urbanas y dispersando las energías económicas en construir más ciudad sin mejorar la existente, utilizando más proporción de la cuenca, sin corregir ni reconstruir su capacidad de infiltración y absorción de aguas. Esto sin duda terminará con el desperfilamiento de la región como límite político administrativo real y se avanzará a paso cada vez más agigantados hacia la conformación de una Megalópolis entre la Región Metropolitana y la V Región lo que traerá consecuencias urbanas espaciales de dimensiones imposibles de anticipar.




El defectuoso mercado del suelo, exacerbado por las prácticas especulativas, solo puede ser revertido por un cambio estructural de las leyes que rigen el comportamiento de los distintos actores involucrados en el hacer ciudad y en el manejo de las cuencas geográficas, por lo que aparece indispensable la democratización de la sociedad chilena y el término de los enclaves autoritarios que impiden los cambios legales sin los cuales todas las buenas intenciones quedarán en el papel.




Otra conclusión que es posible sacar de todo esto es que, a la luz de los nuevos aires de supuesta reconstrucción democrática, el estudio de las políticas públicas obliga a construir una visión integradora del rol del estado y su responsabilidad social. En el caso de las políticas de protección medioambiental, desarrollo urbano y habitacionales, esto significa dar vuelta la concepción del desarrollo urbano, y replantearse la concepción sectorialista del estado, hacer ciudad desde la vivienda, entendida esta como el lugar en donde se da la vida y en torno al cual giran las demás actividades; como un proceso complejo desde el cual deben articularse las otras actividades: y no a partir de las actividades económicas y la rentabilidad del suelo. Esto debiera llevar a la conformación de barrios preferentemente mixtos y equilibrados, con las salvedades solo de las actividades incompatibles entre si, para revertir en algo el tremendo grado de especialización del uso del suelo urbano.




Esto obliga a repensar el rol que el estado debe jugar en la reconstrucción de la comunidad urbana que se ha visto destruida por la racionalidad vigente, siendo capaces de cuestionar en un futuro próximo a la racionalidad económica que la acompaña. Esto no podrá realizarse sin profundizar significativamente los procesos democráticos que cursan en nuestro país promoviendo la participación ciudadana en los procesos de gestación y focalización de las políticas, así como en las discusiones acerca de las orientaciones que estas deben tener. En este sentido, la descentralización efectiva y la desconcentración que busca potenciar el empoderamiento de las masas se hace estrictamente necesario y trasladar aun más recursos y competencias a las esferas locales de decisión se percibe como imprescindible.




En un ámbito más particular, se hace también necesario replantearnos los programas y las políticas habitacionales tremendamente especializados y aislados como parcelas incoherentes, reemplazándolos por programas integradores e integrales, en donde vivienda, educación y salud, trabajo, esparcimiento y deporte, acceso a los bienes y servicios básicos; sean partes de un solo programa de elevación de la calidad de vida, de manera integral, en donde el desarrollo humano como lo entiende Luis Brahm en su texto acerca de la estructura espacial del desarrollo humano del Gran Santiago, sea el objetivo de las políticas gubernamentales (Brahm,1991).




Aparece como lógico entonces, promover cambios en la Constitución de la República, en la Ley General de Urbanismo y Construcciones, en la ley de expropiaciones y en particular, en los instrumentos de Planificación Territorial, en todos sus niveles de manera que se obligue a cada comuna a incorporar un porcentaje de vivienda social al interior de su territorio, con la salvedad, en un primer momento, que la comuna que desee eximirse de este deber deberá pagar anualmente una cantidad fija reajustable por vivienda social no tenida (equivalente a las contribuciones eximidas por vivienda), que debiera conformar un fondo para el mejoramiento del hábitat popular, con el objeto de solventar la disminución de las diferencias existentes entre las comunas periféricas y las centrales o pericentrales.




Del mismo modo debiera, dentro de los esfuerzos de descentralización, otorgar potestad a los gobiernos locales para aprobar la incorporación o no de mayores cantidades de viviendas sociales y la posibilidad de generar concursos de arquitectura para mejorar los diseños de los conjuntos en cuestión, permitiendo que la diversidad geográfica y socioeconómica de cada región sea considerada en cada proyecto con el objetivo de introducir criterios de identidad regional y local en el proceso habitacional.




Por último hay que incluir criterios de sustentabilidad – tanto ambiental como social y económica – en la generación de las políticas de desarrollo urbano y de los programas habitacionales, lo que implica privilegiar calidad por sobre la cantidad; lo que pasa por construir casas de mayor tamaño y de mejor materialidad, abandonando la producción de casas – productos, desechables, que al momento de ser entregados pasan a engrosar el parque de viviendas deficitarias de nuestro país. Al mismo tiempo, es imprescindible incorporar en su entorno los elementos necesarios para la satisfacción de las necesidades de los beneficiarios, entendidas estas como el derecho a la salud, a la educación, al trabajo, al esparcimiento, a la cultura, a la seguridad ciudadana – tanto en términos sociales como medioambientales – y a vivir en un medio ambiente libre de contaminación y de irrenunciable respeto a la biodiversidad.




Claro está que bajo este “modelo” de desarrollo humano y de crecimiento económico, parece difícil que cambios como estos puedan si quiera, pensarse.




[1] Ministerio de Urbanismo. “Política Nacional de Desarrollo Urbano”. División de Desarrollo Urbano. Santiago de Chile., 1979.




[2] Ministerio de Urbanismo. “Política Nacional de Desarrollo Urbano”. División de Desarrollo Urbano. Santiago de Chile., 1985.

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